Desperté debido al murmullo de la fauna circundante. Despuntaba el alba y parece que hacía frío, pues había neblina y todo estaba cubierto de rocío y escarcha. Estaba reclinada sobre el tronco de un árbol lleno de líquines, con las piernas extendidas sobre el mushgo húmedo y la tierra. Todo al rededor, olía a humedad. No recuerdo cómo es que llegué ahí. El hastío probablemente me venció de nuevo. Hastío por el mundo; así que dormí. Eso hacemos los vampiros cuando nos hartamos. Porque, no es que un vampiro necesite dormir; no hay nada dentro de nosotros que reparar durante el sueño, así que dormir es un acto voluntario. Dormimos para evadir el aburrimiento, el hastío, la ira o la soledad. Por su puesto, algunos, en vez de ello, cazan. A veces dormimos para tener un poco de quietud, para aliviar el aturdimiento; pero el murmullo del mundo siempre termina despertándonos, por más que nos encerremos en nosotros mismos. Y eso me sucedió: fuí despertada. Agradezco que al menos haya sido despertada por el murmullo de la vida que repuntaba aquella mañana y no por el cotidiano y sofocante murmullo citadino.
Al levantar los párpados, lo primero que vi fueron unas piedras redondeadas, quietas, entre el agua que corría del río. No tenía hambre y tampoco tenía ánimo para nada más que estar ahí. A pesar de los años, no dejaba de maravillarme ante el detalle de las cosas. La agudeza sensorial de que gozamos, es para mi algo más que un elemento depredativo. Es un consuelo que me permite deleitarme con las cosas, estudiarlas, comprender al mundo, la vida. Qué ironía que justamente quienes no poseemos vida, seamos quienes mejor podemos comprenderla.
Observando las piedas, recordé lo que unos días antes había leído sobre "geometría de fractales". No podía evitar percibir cada poro, cada sinuosidad, cada patrón de rugosidad de la piedra, disfraza talvés de apariencia lisa para un simple mortal. Pero pronto dejé lo de los fractales y comencé a encontrar algo nuevo en esas piedras... Parecen inertes, pasivas. Y en cierta forma lo son; son moldeadas por la fricción. Eso les da la perfecta redondez que les concede belleza. Eso mismo pasa con los humanos e incluso, con nosotros los vampiros. La vida (la eternidad, en nostros) nos va puliendo; con las fricciones adquiere forma nuestro espíritu. Pero hay un aspecto de las piedras, que se impone al devenir: su dureza. No importa cuánta agua corra, cuanta fricción las moldee; siguen siendo duras y frías. Si algo hay en ellas que me inspire emoción, es la belleza no solo de las formas que adquieren, sino de su aparente inercia, su dureza y frialdad. Así somos los sapientes. La belleza es una cuestión apreciable por el contexto, pero también la naturaleza misma del ser, dejando las formas que adquiere ante el otro, es decir, el alma desnuda, es lo sublime. Los humanos son así. Debiéramos serlo también nosotros; pero no consigo percibirlo más que en unos cuantos de mi especie. De hecho, lo encuentro de forma intensa sólo en mi Rey; mi hermoso Rey de Mármol....